jueves, 26 de noviembre de 2015

Alicia, esto es el capitalismo / de Carlos Villacorta





Dividida en dos partes, la novela ambientada en la década de los noventas en Lima, narra las desesperanzadas vidas del “Tigrillo” y Alicia, dos jóvenes subempleados provenientes de familias disfuncionales.


Era 1996, y ya hace rato habíamos salido del caos. Al menos así se lo había oído decir a mi madre. Y, sin embargo, dentro de mí sabía que algo estaba aún mal (…) La vida, cuando tratas de ordenarla, tiene la particularidad de convertirse en un rompecabezas del que no tienes una imagen completa. Las piezas, como los eventos de nuestra existencia, son todas muy parecidas, ligeramente cortadas de manera diferente, para que nos den la impresión de que, cuando las coloquemos, las hayamos puesto en el lugar correcto sin saber cuán equivocados estamos. Y, para complicar las cosas, ¿Quién te ha dicho que tienes todas las piezas? ¡No seamos ingenuos! Por eso, habría que empezar por el final, el hermoso final, que es un rompecabezas sin sentido.


El Tigrillo, el mayor de sus hermanos, se marcha de casa después de que su padre deja a la madre para irse con su amante, abandona el hogar  al no poder lidiar con los problemas económicos. Por su parte, Alicia vive con su hermana menor y una madre depresiva, quién ha perdido el trabajo y que al parecer nunca pudo sobreponerse al abandono de su esposo, de quién no se sabe mucho.


El joven a quién apodan Tigrillo consigue trabajo en “Pizza Jat”  (¿Por qué no mencionar directamente a Pizza Hut?), duerme donde puede y se alimenta de las pizzas que le dan en el trabajo, lugar que se describe detalladamente, no sin ironía y con bastante acierto, cuenta los avatares de un trabajador típico de una franquicia de fast food, situación ideal para mostrar las condiciones laborales en un sistema económico ultra liberal: no es gratuito el título del libro.


Lo mismo sucede con Alicia quién consigue trabajo de impulsadora en un supermercado. Cuando la despiden trabaja de terramoza para, finalmente, terminar maquillando cadáveres. Como vemos, es clara la relación con el título del libro como es clara la intención de autor de mostrarnos una sociedad degradada, no solo en la coyuntura socio económica de esos años, en Alicia, esto es el capitalismo la vida es como el transitar por todos los círculos del infierno de Dante, guiados no por Virgilio, sino de la mano de la carencia y el abandono. “Yo no te voy a contar una historia. Yo solo te voy a contar de mi hambre”, nos dice el narrador al inicio de la novela.


Fue horrible. De estar parada en un supermercado, pasé a servir comida en buses, intentar que la gente no se robara las almohadas o las bandejas, o, peor aún, los cinturones de seguridad de los asientos (¿quién necesita esos cinturones? y ¿para qué?). De estar vendiendo conservas de pescado, empecé a poner películas sin sentido:


Toy Story

Babe, el puerquito valiente

Días extraños

Seven

12 monos

Congo

Apolo 13

Gasparín

El mariachi

El juez Dredd

Jumanji

Nueve meses

Pocahontas


Y más películas piratas que traían hasta la terminal. Algunas eran de pésima calidad; otras, no estaban mal (…) Casi nunca dormía en el bus. Me quedaba viendo esas películas hasta que terminasen y luego las rebobinaba para verlas en el siguiente viaje. Un día me propuse aprender diálogos enteros. Y sí lo hice, pero ahora ya los he olvidado. Recuerdo más bien una de una película ya bastante vieja que puse una vez ahí:


‘¡A Dios pongo por testigo que no podrán derribarme. Sobreviviré y, cuando todo haya pasado, nunca volveré a pasar hambre, ni yo ni ninguno de los míos. Aunque tenga que mentir, robar, mendigar o matar, a Dios pongo por testigo que jamás volveré a pasar hambre!’ .


En cuanto a la estructura, el autor opta por no intercalar episodios de las dos voces principales del relato, lo que podría potenciar la narración y volverla más dinámica, a la manera de La soledad de los números primos (Paolo Giordano, 2008) que desarrolla temas en común –por mencionar una novela bastante difundida- ni entrelaza los diálogos, como  hace Vargas Llosa con bastante maestría, ni crea los vasos comunicantes necesarios para relacionarlas. Villacorta hace una separación tajante, crea dos mundos similares y desconectados.  El que los protagonistas se encuentren para tener un romance fugaz se vuelve irrelevante,  así como el final abierto no cierra el círculo. La resonancia entre ambos mundos se atenúa y por eso las dos partes son como la repetición de una misma historia.  
           

Aunque la primera parte tiene mayor velocidad, más personajes secundarios, muchos diálogos y vivencias y está diagramada con la inserción pequeñas imágenes -lo que la hace lúdica y original- en el fondo no se diferencia de la segunda, un monologo lleno de reflexiones, mucho más pausada e introspectiva. 


Otro problema es que la novela sigue el mismo ritmo, monocorde, la tensión casi no varía, no disminuye ni se intensifica; en este relato largo y desesperanzado, el autor intenta retratar un sociedad gris y deprimida pero sin matices, aun en las peores circunstancias las personas (y por tanto los personajes de ficción) se sobreponen, eso no sucede aquí, todos los personajes son actores pasivos ante una realidad que los domina, además de que solo se muestra a los "oprimidos" y nunca a los "opresores", eso afecta la verosimilitud del relato, aun cuando la prosa sea prolija e ingeniosa, algo que ya habíamos comprobado en las publicaciones anteriores de Carlos Villacorta, sobre todo en los poemas de Ciudad Satélite (Mundo Ajeno, 2007).
       

Aclarando que esta no es una “novela de poeta”en el peor sentido, aquellas en las que la prosa se vuelve empalagosa por recargada o hermética por aquello del simbolismo o que introduzca puntos de fuga que difuminan los ejes narrativos, la estructura es claramente el de una novela de vertiente realista donde el lenguaje no agota sus posibilidades y va de la mano con lo que el autor ha decidido contarnos.



Para terminar, haciendo un símil con el cine, podríamos mencionar Melancholia (Lars von Trier, 2011); una película que trata sobre la depresión y en la que, sin embargo, vemos a Kirsten Dunst transitar todo el tiempo con su vestido de noviacon un escote exuberante sin parar de reír y mostrar vitalidad, aun cuando la boda se cancela y todos esperan la destrucción del planeta tierra. Los contrastes son lo que generan emociones, los contrarios desencadenan las acciones, tanto en el cine como en la literatura, y por supuesto en la vida, algo que no deberíamos olvidar.



miércoles, 4 de noviembre de 2015

Generación Cochebomba / de Martín Roldán




Publicada por primera vez en el 2007, la novela de Martín Roldán cuenta los avatares y peripecias de Adrián R y su grupo de amigos: Pocho “Treblinka”, Carlos “desperdicio”, “El innombrable”, Olga y  algunos otros allegados que frecuentan los mismos lugares que el protagonista es decir el centro de Lima, los bares y discotecas “subtes” aledaños, algunas calles de Jesús María, Breña o de Miraflores. En ese sentido no es una novela que refleje una época o un país o siquiera la urbe limeña con su inmensa complejidad. Por eso es extraño  pero comprensible que en el prólogo escrito por Luis Fernando Cueto se describa a Generación Cochebomba como el testimonio de una época acerca de los años de la violencia interna en el Perú. Si bien la novela de Roldán está ambientada en la década de los ochenta, años en que se desarrollaba una guerra civil en el Perú (Sendero Luminoso, el MRTA, las fuerzas policiales y militares, grupos paramilitares como el Rodrigo Franco) e incluso el autor describe los atentados senderistas con bastante minuciosidad (el mismo nombre del libro) y opta por atravesar las andanzas de Adrián R con este tópico incluyendo personajes senderistas con cierto grado de verosimilitud; las acciones que se narran son parte de lo que rodea a estos adolescentes, su mundo inmediato,  como los son, con la misma importancia pero mucho mejor logrados desde el punto de vista narrativo, las fiestas punk, los conciertos subtes, el descubrimiento del amor, el uso y abuso del alcohol y las drogas o la economía nacional minada por la hiperinflación y el desempleo y su reflejo en la vida cotidiana; al igual que los hechos reales, como el motín de El Sexto, el mitin del candidato Vargas Llosa en la plaza San Martín en contra de la estatización de la Banca o el atentado terrorista en la calle Tarata, sucesos  que se insertan en la ficción con bastante ingenio.   

El punto de vista escogido para contar estos hechos es el de un adolescente de diecisiete años, desempleado, nihilista y disconforme: Adrián R, ataviado con jeans rotos y una vieja casaca de cuero transita noche tras noche por el centro de Lima esperando alguna redención, una epifanía que nunca llega. Este descenso a los infiernos, sin embargo y este es acaso el mejor acierto del autor está contado sin prescindir de una necesaria dosis de humor, ácido o ingenuo. Las acciones de este grupo de muchachos están llenas de vitalidad, incluso en lo lumpen y delincuencial, porque no han dejado de ser niños, sus palomilladas se han vuelto más audaces y por eso peligrosas. Pero seamos claros, no es esta una novela escrita en clave de humor sino que los personajes son sujetos activos, por más No Future que proclamen, aun cuando las orgías saturadas de rock, alcohol y drogas parezcan ser el escape de una realidad amenazante, ellos no dejan de vivir, disfrutar de la música, hacer amistades o enamorarse. El sombrío panorama social de aquellos años se ve entonces colorido y mucho más interesante porque se vuelve real. Este contrapeso es la mejor arma con la que Martín Roldan describe los acontecimientos, sin discursos sociopolíticos panfletarios y sobre todo sin miedo a narrar lo atroz que puede ser a veces la naturaleza humana. 

En este contexto la fuerza de los diálogos es potenciada por la crudeza de lo contado, que no son experiencias fáciles de digerir para muchas personas, pero que, como en todo arte, la literatura se encarga de mostrar y develar. Estas experiencias límites, son el día a día de un grupo de muchachos que empiezan su vida adulta precozmente y es por eso que el lector se puede identificar y el autor logra conectarse con su audiencia: logra hacer empatía. 

Quizás como en el punk o la música subterránea, que forma parte de la novela en casi todo momento (el libro está dividido en dos partes: Lado A y Lado B, al estilo de los casetes de antaño), el ruido le gana a la música, la prosa no es muy elaborada ni el autor logra sostener un ritmo estético narrativo parejo. Este el punto más bajo del libro: Roldán no logra conjugar forma y fondo en las casi cuatrocientos páginas de Generación Cochebomba. Los descuidos formales se vuelven muy evidentes y eso hace que esta buena novela no alcance el rótulo de gran novela. Como ejemplo citamos el inicio: 

“La mierda existe”, pensó. Se había detenido de pronto y, como una revelación, la vio en el smog de los carros, en la grisura de los edificios, en la suciedad de las veredas y fachadas. Sí, por donde posaba los ojos estaba presente, como un ser vivo, como un peruano más. “Calles de mierda, tránsito de mierda, gente de mierda, sociedad de mierda…País de mierda”. Sí, por todos los lados de esa avenida en donde caminaba una multitud amorfa, anónima, que solo espera el fin de semana para vivir. En medio de todo eso, Adrián R dejaba que el mar humano lo rebasara, buscando el camino correcto que complementara su soledad”.

Y este otro inicio, salvando las distancias, del Nobel Vargas Llosa en Conversación en la catedral:

Desde la puerta de La Crónica Santiago mira la avenida Tacna, sin amor: Automóviles, edificios desiguales y descoloridos, esqueletos de avisos luminosos flotando en la neblina, el mediodía gris. ¿En qué momento se había jodido el Perú? Los canillitas merodeaban entre los vehículos detenidos por el semáforo de Wilson voceando los diarios de la tarde y él echa a andar despacio hacia la Colmena. Las manos en los bolsillos, cabizbajo, va escoltado por transeúntes que avanzan, también hacia la plaza San Martín. Él era como el Perú, Zavalita, se había jodido en algún momento….

Hay un dato que debiéramos mencionar, Generación Cochebomba es casi epígono de esa otra novela, prima hermana en cuanto al tema subte limeño de esos años pero anterior en el tiempo de publicación: Incendiar la Ciudad (2002) de Julio Durand, con quién Roldán comparte el mismo grupo generacional y que toman de la escena rockera underground, las vicisitudes políticas radicales y los extravíos adolescentes urbanos la materia prima para confeccionar lo que se suele llamar una novelas de aprendizaje (Bildungsroman).

En conclusión, heredera de la tradición narrativa urbano marginal (imposible no mencionar a Los inocentes de Oswaldo Reynoso), Generación Cochebomba es una novela más que interesante, desbordada en extensión, poblada de personajes que transitan entre lo sórdido y lo infantil,  llena de vitalidad y de referencias a la escena musical post sicodelia, punk con fuerte influencia española vasca, que nos trae al presente un micro cosmos que cumple con entretener y hacernos reflexionar sobre un mundo en lo que lo analógico (o pre digital) empezaba el vertiginosos cambio hacia la modernidad en un grupo de jóvenes llenos de escepticismo.