Ciertamente fue este año cuando conseguí el libro, no recuerdo haber leído algún otro texto del autor antes que este. Puede que escuchara hablar del libro en algún comentario con un editor hace algunos meses... No me decepcionó.Gaijin cuenta la
historia del inmigrante japonés Sentei Nakandakari, quién, como muchos de sus
compatriotas, llega a trabajar en la costa norte del país a fines de los años
veinte del siglo pasado. El extranjero -traducción del título del libro- al
cabo de unos años se instala en Lima, primero como vendedor ambulante en la
zona del Mercado Central, y con el tiempo, al prosperar en los negocios, pone un
bazar en Mesa Redonda y después también un
prostíbulo en Paruro.
“Era el sol furioso de
un medio día. Entonces, bajó del camión interprovincial, caminó por el
intrincado jirón Ayacucho. No tenía
curiosidad alguna, el cuerpo desapacible, los ojos inmóviles y fijos no
miraban a nadie. Ni siquiera adelante, ni tampoco atrás, como si estuviera
pasmado, concentrado en el cielo,flojo, sin piedad, ni consuelo (…) En todo
caso, con ese andar despatarrado, inclinando los hombros, moviendo los pies, se
deslizaba por la calle estrecha, como si poco, como si nada, sin observar la
tropa de mercachifles, ni las chatas viviendas, ni los callejones, ni las
compañías navieras, ni los abarroteros, ni los hojalateros, ni los soportales
de los anuncios, ni tampoco surgía el ruido de los autos en las esquinas(…)así
fue como llegó a estas calles atiborradas, al escabroso edificio del Mercado
Central, y no estaba indefenso, ni sonreía, ni hablaba, solo miraba con sus
ropas trajinadas, y el sombrero norteño oliendo a bosta”.
Pero más que un
libro, Gaijin es un artefacto literario. Algunos lectores lo considerarán una
novela corta -o un cuento largo- debido a su extensión, y a que la historia que
se cuenta se circunscribe a las peripecias del
protagonista y a la casi inexistencia de personajes secundarios (un
compatriota que lo ayuda empezar el negocio y después se vuelve su socio, una
mujer con la que se casa y a la que no ama, su suegra que le ayuda a administrar el lenocinio),
en ese sentido, es imposible escapar a
las definiciones del género ficcional: En narrativa un texto es una novela si
es largo o un cuento si es breve. La historia
ni se bifurca ni se entrelaza con otras ni tiene saltos de tiempo y de
lugar; el relato es concreto, con un inicio un desarrollo y un final.
Pero, y ya que hablamos de la estructura, no podemos dejar de mencionar la prosa del autor como el elemento fundamental del libro, es la manera en cómo se cuenta, cómo se dirige al lector, como las frases arremeten una tras de otras para crear la atmósfera necesaria, ese mundo irreal que aceptamos como verdadero, la vida de un inmigrante oriental en una ciudad que vamos intuyendo, una Lima irreal de hace cien años. Son cuchillas más que palabras las que van narrando la vida y gracia de Sentei Nakandakari, hombre parco y ambicioso, ensimismado en una actitud indolente hacia el mundo, acaso demasiado consiente de su destino, inmune a la xenofobia y al rechazo de un mundo hostil que lo repele.
Pero, y ya que hablamos de la estructura, no podemos dejar de mencionar la prosa del autor como el elemento fundamental del libro, es la manera en cómo se cuenta, cómo se dirige al lector, como las frases arremeten una tras de otras para crear la atmósfera necesaria, ese mundo irreal que aceptamos como verdadero, la vida de un inmigrante oriental en una ciudad que vamos intuyendo, una Lima irreal de hace cien años. Son cuchillas más que palabras las que van narrando la vida y gracia de Sentei Nakandakari, hombre parco y ambicioso, ensimismado en una actitud indolente hacia el mundo, acaso demasiado consiente de su destino, inmune a la xenofobia y al rechazo de un mundo hostil que lo repele.
“Y de un modo u otro,
tenlo por seguro, no era más que un ser insignificante, sin más equipaje que la
ropa que llevaba puesta, un pantalón y una camisa desvencijada, sobre unos
zapatones toscos, y un sombrero norteño. No. Evidentemente no parecía querer
nada, ni siquiera advertir nada, ni tenía que darse cuenta de ninguna cosa.
Abstracto, duro, sin latirle el corazón, no aparentaba gesto alguno, ni le circulaba
sangre en las venas, ni siquiera respiraba, con toda seguridad se abismaba en
sí mismo, atento a su conciencia, con los párpados inertes, ni ningún brillo en
la piel.”
El autor es acumulativo para describir, enumerativo al narrar; con un lenguaje original, sutil y personal -que algunos considerarán redundante y sobrecargado-. Armado de este lenguaje crea la atmósfera que necesita el protagonista, un ser mítico envuelto en un aura de lejanía, tanto física como emocional, un hombre más allá del bien y del mal. Sin embargo las vicisitudes de Sentei Nakandakari son de este mundo, el material, no es el lado espiritual, el del oriente místico el que se desarrolla aquí, solo se insinúa, casi por negación.
Si bien en general la prosa del autor de este artefacto literario juega a favor del libro, hay que ser conscientes de que la búsqueda estética de la escritura es factible en textos cortos, como Gaijin, y es muy difícil de mantener; el autor afirma escribir a mano acompañado de muchos diccionarios de sinónimos y antónimos, en todos caso, esta propuesta corre el riego de usar el lenguaje para esconderse, para no decir mucho, para no contar nada… no es este el caso, al parecer. Lo dirán al final, y como siempre, los lectores.
“Mientras
tanto, con el transcurrir de las semanas y los meses la situación se fue
definiendo. El gobierno confiscó las propiedades de los ciudadanos japoneses,
encarcelaron dirigentes y personas con alguna fortuna. Cerraron los colegios nipones, cancelaron todas las
licencias comerciales, no podía funcionar ninguna empresa, ninguna fonda,
ningún bazar, ninguna vidriería. Hubo receso, muchos paisanos se escondieron
por algún tiempo, sobreviviendo a duras penas, con sus hijos a cuestas,
realizando negocios clandestinos, empleando toda clase de artilugios para
sobrevivir. (…) cuando empezaron las deportaciones, Sentei Nakandakari se
encontraba en su reclusión, oculto y abrumado, consumiendo infamantes vueltas
en su habitación, afrontando enardecido su propia derrota y humillación. (…) Le
dolía tener que someterse y no menos desconsolada era su vergüenza, pues lleno
de locura se negaba a probar alimentos durante muchos días. Tenía sueños
incendiarios. Moría una y mil veces. Sin ninguna apetencia. Hablaba del
conflicto armado, y gritaba que Japón saldría victorioso de la guerra, y se
vengaría de sus enemigos. En todo caso, Sentei Nakandakari quiso mantenerse
incólume y no claudicar, y permaneció firme y encerrado por su propia voluntad
durante 1,320 días hasta el momento en que Japón declaró su rendición
incondicional. Para aquel entonces, ya era un hombre consumado por el tiempo,
su lucha y su resignación habían concluido. Ni siquiera miraba el cielo, se
reducía a una figura estrambótica, curioso en su sacón y su mirada atildada. No
conversaba con nadie, como si hubiera perdido la razón, se movilizaba huraño,
despreciaba a todos, y su única ocupación era permanecer sentado durante horas
en una banca del parque Italia. Murió poco después en solemne abandono, tal
como había llegado a este mundo, bajo el sol furioso de un mediodía.”